El domingo tiene cierta mala fama en la vida y también en la literatura. Estoy pensando en la desazón que agobia a algunas personas durante el discurrir de la “hora nona” de este día y, en cuestión de libros, recuerdo particularmente la trama de “Este domingo”, de José Donoso. En lo personal, no le tengo rigor al domingo, al contrario, es ideal para cultivar una rutina agradable, un buen preámbulo para el lunes. Pero este domingo último fue diferente. No fue desagradable, no, de ninguna manera.
¿Alo? ¿Diego? ¿Puedo pedirle un favor? Lo necesito para un trabajo que solo demandará 15 minutos de su tiempo ¡Pan comido para usted!
Estaba sola en casa y se me ocurrió instalar una lámpara de pie. Veamos cómo me fue. La primera pantalla, una vueltecilla aquí, un giro allá y ¡listo! Envalentonada voy por la segunda …hummm … atornilla y desatornilla, aprieta y afloja ¡nada! La bombilla giraba y giraba sobre su propio eje. Claramente, necesitaba ayuda…pues bien, fui a mi agenda: A..B…C…D … ¡Diego Laruta! Sí, este joven estudiante de ingeniería me ayudaría.
Poco después, Diego entraba afable y comenzaba a trabajar con la ligereza de su edad – 22 o 23 años, calculo. Hacía calor.

— ¿Coca Cola?
— No gracias, Prefiero agua…más saludable.
Con verdadero interés comencé a preguntar por sus estudios y frase a frase, el relato me cautiva. Así fuimos hablando de mecánica y los principios de Newton, electromagnetismo, la ley de Arquímedes y mecánica de los fluidos, de esta última materia, Diego es un orgulloso asistente de cátedra. En mi familia predominan las profesiones ligadas a las ciencias exactas, luego el vocabulario no me era ajeno. Lo que sí salía del contexto de mi domingo era su itinerario desde su pueblo lacustre Chisi, a orillas del Titicaca, hasta la Universidad Mayor de San Andrés, en La Paz.
Sé más o menos la tasa de admisión en la única universidad pública de esta ciudad y la más importante del país, por eso, me fascinaba su historia. De cada 3,000 postulantes a la Facultad de Ingeniería solo son admitidos 300 cada año, de ellos más de la mitad se va a Ingeniería Civil y solo unos 50 a Ingeniería Mecánica. “Falta de información”, aclara mi salvador dominical. De esos 50, solo cinco perseveran y Diego es uno de ellos. Él, a quien su madre había dejado al cobijo de una abuela analfabeta con un corazón muy bien ilustrado.
La abuela que no balbuceaba palabras en español, pero que le compraba los mejores crayones en la librería de Chisi. “Mi madre me dejó, era muy joven y mi padre le había abandonado. A mi abuela también, le abandonó su esposo. Parece que era una familia de mujeres abandonadas”, dice con candidez mientras saca y mete herramientas porque la faena resulto un “poquitín” complicada.
“Cuando llegué a La Paz y contesté en aimara a la profesora, ella se enojó porque creía que me burlaba y me dio una semana para aprender español”, me contó. Ya en el ciclo secundario, decidió participar en una feria de ciencias con un proyecto de rotación de motores en campos electromagnéticos.
No sé cuánto habrá tardado en aprender esta lengua extranjera para él, en su propio país. Hoy, es un poliglota: habla en los idiomas de la sencillez, la hidalguía, la dignidad, la paciencia y la sapiencia. “Este domingo” se hizo la luz en casa (en la novela de José Donoso, se hace la oscuridad). Diego toma su mochila y yo salgo hacia la casa de mis parientes. Es la hora del té.
Categorías:La vida es un cuento
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